El día que desapareciste las manecillas del reloj seguían su marcha mientras la relatividad inundaba nuestro espacio-tiempo, gravitando en la sutileza de un avance que orbitaba en el trayecto de Neptuno.
El día que desapareciste aún escuché los sonidos del ocaso que acompañaban la tranquilidad del pueblo en dimensión a los verdes bosquejos de los paisajes circundantes.
El día que desapareciste el gallo cantó en la tarde, desorientado, como si adelantara su reloj biológico eclipsado por tu ausencia del día siguiente.
El día que desapareciste me grabé tu última silueta, no tan clara por el ambiente nocturno, quizá maquillada por mis recuerdos y editada en consecuencia de querer archivar tu imagen conmigo.
El día que desapareciste el Sol encarnaba su energía, los cielos destilaban claridad, la Luna fue testigo una vez más, como de costumbre.
El día que desapareciste me fui a dormir sin pensar en mi despertar con tu ausencia, sin expresar lo absoluto, sin cambiar lo abstracto, sin valorar lo último de tu presencia.
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